Homilía | 5 de septiembre de 2025
P. Javier Barba (Assistant Genera)
«¿Acaso hay algo de lo que se pueda decir: “Mira, esto es nuevo?”» (Qo 1,10).

HOMILÍA CGO 2025
Viernes, 5 de septiembre
Col 1, 15-20; Salmo 99, 2-5; Lc 5, 33-39
«¿Acaso hay algo de lo que se pueda decir: “Mira, esto es nuevo?”» (Qo 1,10). En lo primero en lo que centra su atención Qohélet en este sorprendente, tal vez hoy casi incomprensible juicio, es en el poder de la mirada. Dice, “mira”. Hay ojos, hay momentos, incluso épocas que vierten completamente su mirada hacia el pasado. Otros que jamás se alzan, atraídos por un irresistible presentismo. Y los hay que se vuelven irrevocablemente hacia futuro.
Cuando es el pasado el que absorbe por completo la mirada, podemos caer en la adoración de una supuesta perfección ya conseguida, como si todo lo que hay que pensar hubiera sido ya pensado, todo lo mejor que se puede crear hubiera sido ya creado, todo cuanto se puede ofrecer hubiera sido ya ofrecido; es entonces cuando la sal que somos para el mundo se convierte en estatua (cf. Gn 19, 16). Otras veces caemos en una especie de adoración de la semilla de mostaza, a la que se niega toda posibilidad de crecimiento; lo cual, por cierto, puede suceder incluso cuando retornamos a las fuentes si el retorno no es bien comprendido (o no es bien comprendida la naturaleza de la fuente).
De la mirada pegada al presente tenemos abundante experiencia, subyugados como estamos a menudo por la angustia del instante, el asalto de las cosas imprevistas, las urgencias.
Cuando, por último, la mirada se dirige exclusivamente hacia el mañana, nos embarga un febril sentimiento adanista que nos arrastra a creer soberbiamente que todo ha de ser inventado nuevamente, que cuanto nos precedió ha de ser arrojado al vertedero de la historia, que sólo nosotros hemos llegado, por fin, a comprender; y caemos, así, de rodillas en la idolatría de la novedad. Ninguna de estas miradas es completa.
Yo diría que nuestro mundo, que viaja a una velocidad de vértigo, alterna entre el comamos y bebamos que mañana moriremos de la carta a los Corintios (1 Cor 15, 32), tratando de aferrar un instante que se escapa, y la ávida expectativa de lo nuevo.
Pero -se preguntaba Qohélet- ¿acaso existe algo de lo que verdaderamente se pueda decir mira, esto es nuevo, cuando vemos que lo novedoso se desvanece en el mismo momento en que llega a la existencia, pulverizado por una rueda de novedades que nunca detiene su marcha? La respuesta es que sí, que existe una belleza siempre antigua y siempre nueva: Jesucristo. Sólo Él puede ser y es eternamente nuevo, la novedad radical y permanente, la medida de toda novedad.
El día de su conversión, los ojos de Agustín caen sobre esta exhortación de san Pablo: “revestíos más bien del Señor Jesucristo” (Rom 13, 14). Jesucristo es, pues, el manto nuevo de la parábola. Pero a veces lo queremos recortar a nuestra medida, o lo desgarramos atentando contra la unidad en la fe y la caridad, o lo usamos para sacar remiendos de las partes que mejor nos acomodan, descartando las de más áspera textura. Peor aún cuando vamos de rebajas a la caza de novedades que no son la eterna novedad, porque, al fin y al cabo, el manto nuevo que es Cristo no deja de ser un manto ensangrentado.
La Orden deberá encontrar el coraje para ir donde nunca ha ido, afrontar lo que nunca ha afrontado, emprender caminos que nunca ha emprendido. Que en este viaje en medio de un paisaje aceleradamente evolucionado Cristo no se nos quede viejo; que, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos, nunca ofrezcamos a nadie el producto falsificado de un cristianismo sin Cristo; que todo cuanto obremos, esperemos, decidamos… por Cristo, con Él y en Él lo obremos, esperemos y decidamos; porque si no lo hacemos por Cristo entonces lo haremos por nosotros mismos y ya habremos recibido la paga (Mt 6, 2), si no lo hacemos con Cristo fatigaremos vanamente porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5), si no lo hacemos en Cristo lo haremos en nuestras propias parcelas y no será posible la unidad, incluso aunque reine el consenso.
En nuestros programas, proyectos y acciones, Jesucristo ha de ser verdaderamente anterior a todo, el primero en todo (Col 1, 17-18), y en Él, que es el mismo ayer y hoy y siempre (Heb 13, 8), nos hemos de mantener. Porque -lo sabemos muy bien, como lo sabían los corintios- «el que vive con Cristo, es una criatura nueva» (2 Co 5,17), en la que palpita un corazón nuevo. Yo os daré un corazón nuevo -dice el Señor- y os infundiré un espíritu nuevo (Ez 36, 26). Nuestro corazón es el odre del evangelio, y en él vierte el Señor el mosto nuevo de su amor, que fermenta en vino de salvación y nos llena de alegría y de esperanza.
La mirada certera es la mirada esperanzada, porque es una mirada amplia, que abarca el pasado (pues Él nos amó primero (1 Jn 4, 19)), se hace cargo del presente y lo abre a un porvenir que no es una conquista de nuestras propias fuerzas, sino expectación de lo que no está en nuestra mano y que sólo el que hace nuevas todas las cosas (Ap 21, 5) puede otorgar.
Al rezar hoy por las vocaciones, avivamos nuestra esperanza. Cada llamada del Señor es una llamada completamente nueva, que exige una nueva respuesta. Que nosotros, con nuestro modo de vivir y ser agustinos, logremos ser provocación para aquellos a quienes Dios llama. Sabemos que no tenemos, tampoco en esto, como nos decía el Papa en la misa del Espíritu Santo, todas las respuestas. No necesitamos tanto. Nos basta, como le bastaba al cardenal san John Henry Newman , que tanto nos enseñó a comprender qué significa la novedad dentro de la Iglesia, que el Señor nos ayude a dar el paso más importante: el siguiente.